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La Compulsión a Educar-nos

La compulsión a educar es una constante presión para comportarse de determinada manera, violando el derecho a descubrir, a diferenciarse, a conocerse

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Hoy me encuentro especialmente motivada por las consecuencias en la comunicación y en los vínculos, cuando se reproducen modelos antiguos de educación que resultan inadecuados. Aún en el absurdo, se dan formas más o menos aceptadas o impuestas que infantilizan, tiranizan, agreden o anulan, impidiendo encuentros más reales, profundos y responsables.

Creo que estas desviaciones de la comunicación, en ocasiones tienen que ver con la llamada «compulsión a educar», de la que hablaba Wilhelm Reich cuando se refería a la constante e innecesaria presión que se ejerce en niños y niñas hacia determinados comportamientos supuestamente aceptables, muchas veces en contra de sus propias necesidades psíquicas y biológicas, violando así su derecho a descubrir, a diferenciarse, a conocerse.

No me refiero -como algunos han llegado a afirmar cuando se habla de educación en libertad– a permitir que un niño meta la mano en el fuego en vez de protegerle del peligro de quemarse para que aprenda por sí mismo de la experiencia, ni estoy hablando de aquellos límites funcionales, necesarios para la supervivencia y el desarrollo.

Pero sí hablo de esos discursos pedagógicos que nunca se acaban, o de esas pautas de acción que, supuestamente «por su bien», no tienen más intención que adoctrinar en función de los propios miedos, angustias, expectativas o ambiciones de todos, menos de los mismos niños

Ya en la vida adulta, a veces se retoman y reproducen estos modelos cuando en vez de ser, por ejemplo, amigos, parejas o terapeutas nos empeñamos en enseñar a los demás las estrategias con las que hemos aprendido a esquivar las ansiedades de la vida cotidiana. Veamos cómo puede suceder esto:

Amigos…

Nada más amable que contar con alguien cuando no sabes por dónde seguir. Sin embargo, nada más frustrante cuando esa persona de la que esperas un abrazo o simplemente una actitud de escucha, ojalá en silencio, se dedica a explicar cómo te entiende y cómo ha pasado por lo mismo, además de darte exactamente las pautas a seguir de inmediato, para que te sientas «tan bien como ella». Y de paso te da la solución, no demandada, para arreglarte el pelo, las uñas, la piel, cuidar de tus plantas, lavar tu ropa, comportarte en la mesa, criar a tus hijos, buscarte un novio y organizar tu tiempo, porque se supone que tú no lo sabes hacer. Esto se puede ver con lamentable frecuencia en situaciones extremas, como la del duelo (ver: acompañar en el duelo). Así, es fácil acabar con la triste sensación de que ese abrazo y ese silencio que nunca llegaron, fueron reemplazados por una lista inmensa de deberes que pesan mil veces más que el mismo problema. Es como cuando uno va al supermercado a comprar el pan que hacía falta en casa y sale con el carrito lleno de ofertas 2×1.

Parejas…

Sucede a menudo, enamorarse justamente de lo que hace al otro diferente. Si uno es más bien pausado, la otra resulta más que activa. Si una es compradora, al otro le ha gustado siempre ahorrar para los malos tiempos. Si uno es más hablador y espontáneo, la otra es callada y prudente. Por alguna razón, en algunas parejas lo que al principio era un valor, pasado un tiempo se convierte en motivo de conflicto y fácilmente se cae en uno de los proyectos con mayores probabilidades de fracaso: intentar cambiar al otro. Entonces la que era una persona responsable se convierte de la noche a la mañana en una rígida y tacaña o la que era reflexiva o prudente de pronto resulta tímida y asocial. Y a partir de ahí es cuando la vida se convierte en un intento de alguno de los dos, o de ambos, de «enseñar» al otro diferentes actitudes, las buenas, las mejores, las que valen… las propias. Esto, por supuesto, no es lo mismo que expresar la sensación de disgusto o de frustración, legítimos en cualquier relación de convivencia entre dos personas de por sí diferentes, pero también dista mucho de la aceptación y del respeto, precisamente por esa diferencia. Cuando la pareja se convierte en un arduo proceso de educación -no de aprendizaje mutuo- el amor suele quedarse arrinconado, esperando su momento y su motivo.

Terapeuta – Paciente

La relación terapéutica tiene una gran complejidad, tanta, que una gran porción del tiempo que se invierte en formación es destinada a esta. Se entenderá que resulta muy fácil caer en vicios -dicho suavemente-, que pueden acabar bloqueando los procesos. Porque un terapeuta no es un profesor, ni un cura, ni tampoco un consejero y mucho menos un sabelotodo que ya está de vuelta y puede ir por ahí diciendo lo que es y lo que no es. Un terapeuta acompaña, ayuda a integrar información y emociones que llegan a la consciencia, aporta una sistemática para que la persona pueda, precisamente, hacerse cargo de su propia vida. Entonces, intentos de control, de abuso de poder y de dominación, se pueden llamar de cualquier forma pero no Psicoterapia. Esto me recuerda una de las enseñanzas de nuestro maestro Federico Navarro, cuando hablaba de las tres «haches», cualidades imprescindibles para un terapeuta: humanidad, humor y humildad. Lo de la humildad no parece tener que ver con la pretensión de educar a la gente que acude a la consulta para intentar aliviar su sufrimiento emocional. Realmente, en un proceso terapéutico son muy pocos los momentos en que el terapeuta expresa su opinión personal o impone una condición. Estas son excepciones que tienen que ver con la funcionalidad del proceso o con un momento puntual destinado a la prevención de riesgos mayores, algo parecido -metafóricamente- a lo que sucede con el niño cuando impedimos que meta la mano en el fuego y se queme innecesariamente.

Así pues, se pueden construir relaciones humanas más frescas y saludables, con roles e identidades claras, donde cada uno sabe dónde y con quién está y en las que sobran los «tienes que…» Y los «haz como yo…»

Pasaron de moda las colonizaciones y, al menos en algunos contextos, los catequismos. Ahora es el momento de apostar por la transparencia, aunque no sea lo más fácil. La compulsión a educarnos, aparte de hacernos poco agradables nos deja solos, viviendo como islas en un mundo lleno de motivos para acompañarnos, a veces, simplemente, en medio de un silencio o un abrazo.

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