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Una Navidad en Duelo

Sonaban canciones de amantes que se fueron, de emigrantes que no se volvieron a encontrar, de amores frustrados, de reproches, de celos, de adioses

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6 mins
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Todos se preparaban animados. Compraban regalos y vestidos, hablaban por teléfono, escribían mensajes, concertaban fechas y lugares para celebrar la navidad. Pero para él, las luces en las calles y en los supermercados eran como alarmas, que le instaban a despertar, a recordarle su realidad: Esta vez ella no estaría a su lado.

Habían pasado pocos meses cuando partió. Aunque se trataba de una muerte anunciada, él no pudo mantenerse en pie cuando le dieron la noticia. La sorpresa, sumada a un enorme cansancio y a un sentimiento de derrota, le arrebató la esperanza y la inocencia. Ahora que todo era oscuridad a pesar del derroche de luces en la ciudad, sólo necesitaba un poco de soledad o, al menos, de silencio.Así que salió a caminar ante la mirada preocupada de su gente que, impotente, le dejó marchar después de haber luchado sin descanso por animarle, a él, que amaba las fiestas y daba dulzura, amistad y risas, pero que hoy no se mostraba dispuesto a darse a los demás. Y no porque no quisiera, sino porque él mismo no se encontraba presente. Toda su fuerza estaba destinada a asimilar que la mujer con quien compartió ese tiempo que parecía eterno, ya no estaba ni estaría, nunca jamás.

Caminó entre un sinfín de Papás Noeles que atraían a niños y a padres deseosos de tomarse fotos memorables. Sorteó atajos para evadir las incontables vitrinas con maniquíes felices que se burlaban en su cara. Evadió las escenas de amantes que se besaban y abrazaban emocionados al encontrarse. Le hubiera gustado gritarles:

“Aprovechen ahora, que esto no duuuraaaa!!!!»

Pero él, aún en el peor momento de su vida, sabía que vale más disfrutar del eterno presente y que mañana ya habrá demasiado tiempo para morir.

El fue feliz. Amó y fue amado. Y tal vez por eso no sentía la necesidad de que Papá Noel se volviera a Laponia con sus renos, ni de imponer a los amantes extasiados su arrebatadora melancolía de hombre abandonado. Pero también sabía que esta no era su fiesta y buscó retiro en un bar, donde por una monedita le ponían una canción. Sólo había que acercarse allí, donde una rocola antiquísima reproducía -con una complicidad casi humana-, las canciones elegidas por tres o cuatro solitarios que se entregaban a sus recuerdos y a sus penas, mientras afuera todo era fiesta y alegría.

El repertorio era extenso, pero la mano se le fue a una en particular que decía….

Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando, su boca que era mía ya no me besa más, se apagaron los ecos de su reír sonoro y es cruel este silencio que me hace tanto mal. –C. Gardel

Ahí fue cuando se sintió en su casa. En ese lugar donde se hablaba de lo único que a él le importaba, donde una voz lejana y ancestral ponía sus propios sentimientos en canción. En la mesa del lado, un hombre que parecía llevar días y botellas incontables de coñac, le miró de frente antes de pedir el siguiente trago. No le dijo nada, le abrazó con la mirada y se devolvió a su mundo de dolor embriagado. Pero ese abrazo visual, de hermano a hermano, le hizo sentir un poco acompañado y por eso se quedó, un rato más.

Silencio, era todo lo que necesitaba. Silencio, pero no soledad. No que viniera su amigo, ni su madre, ni su hermana para decirle con todo el amor (inoportuno) del mundo, que tenía que salir de esta, que adelante, que la vida es larga, que el tiempo lo cura todo, que vamos de fiesta, que es navidad. Entendía la angustia que estarían pasando, se sabía querido, pero no le era posible atender los afanes de los demás en forma de “ponte bien pronto y sé el de siempre”. Ponerse bien sí, pronto o después. Ser el de siempre no, nunca.

De vez en cuando se rompía ese silencio, cuando la rocola decidía echar una mano a alguno de los otros clientes o cuando el mismo barman insertaba una monedita ante la inquietante ausencia de consumiciones porque, para él, una cosa era llorar por los ausentes y otra, muy diferente, llevar el sueldo a casa donde todos estaban muy presentes y muy vivos, al menos de momento.

Entonces sonaban canciones de amantes que se fueron, de emigrantes que no se volvieron a encontrar, de amores frustrados, de reproches, de celos, de adioses. Sintonizaban todos los presentes con las mismas coplas por una o por otra razón, porque sabían muy bien que lo que llamamos “muerte” no es más que el último soplo de muchas en la vida

No sabe quien puso la última canción, pero de pronto empezó a percibir cómo se abrían sus puertas interiores. Cómo era capaz de sentir tanto amor y agradecimiento por aquella que se fue pero que, cuando estuvo, le colmó de tantas experiencias. Cómo encontraba algo parecido a la felicidad, aunque no se sintiera para ir de compras y Papás Noeles.

Se dejó llevar por la música y la suavidad de la voz que le arrulló con estas palabras:

«Et dic adéu sabent-ne la resposta, allò que estimes sempre t’ha d´acompanyar, i així, fràgils, els gestos omplen de llargs ressons les blanques parets del buit amb l’ombra del teu dibuix» –L. Llach

O lo que es lo mismo…

“Te digo adiós sabiendo la respuesta, aquello que amas siempre te va a acompañar, y así, frágiles, los gestos llenan de profundos recuerdos las paredes blancas de este vacío con la sombra de tu dibujo” –L. Llach

Y ya pudo entonces salir de este lugar, no sin antes despedirse -silenciosamente, claro está-, de quienes sin saberlo le habían devuelto la ilusión y le habían hecho comprender lo esencial: No estaba solo.

El frío de la tarde le cubría el rostro húmedo de las lágrimas que antes no había podido llorar. Una mezcla de alivio, de pena y de vida le arrebataban la cordura que siempre le había caracterizado. Alivio, porque por fin podía expresar su dolor y su alegría por haberse cruzado con este ser tan amado alguna vez.

Pena, por ese fondo gris que se había instalado en su alma, a pesar de todos los colores que sabía futuros, pero que hasta hoy no había podido vislumbrar. Vida, por esas emociones tan diversas y opuestas que le recordaban que a él aún le quedaba algo más por descubrir

Los maniquíes dejaron de reírse. Los Papás Noeles se apartaron cuando él pasó por su calle. Su gente le recibió mostrándole respeto y compasión. Prefirió una cena sencilla pero cálida, para una navidad sin ruido y llena de recuerdos, de imágenes, de gracias y de adioses, de abrazos silenciosos desde no se sabe donde, pero que llenan el alma y hasta el cuerpo de sentidos y horizontes.

Gracias por compartir este artículo

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