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Vivir en torno a la Enfermedad

Vivir en torno a la enfermedad no suele dar buenos resultados. Dedicar las horas a esperar que llegue el momento de tomar la pastilla, se parece más a una muerte en vida que a un intento de curación

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Enfermar supone un cambio en la manera de estar en el mundo. Las causas de las afecciones son infinitas y no podemos asegurar que todo tiene origen en nuestro sistema genético o que, por el contrario, todo es causa de conflictos entre nuestra mente y nuestro cuerpo dando lugar a respuestas psicosomáticas.

Entre controversias, a veces se olvida lo  importante:  La experiencia de quien padece una afección. La impotencia, el sufrimiento o el temor que supone estar enfermo. El apoyo o la falta de este en el entorno familiar y social.

Existen diferentes tendencias, ya sea hacia la medicalización excesiva y a veces contraproducente, ya sea hacia el rechazo de cualquier avance. Entre aquellos extremos algunas veces brilla la consciencia de ser, a pesar de todo, dueños/as de nuestros procesos y de nuestros cuerpos y es ahí cuando los criterios parecen más certeros.

En algunos casos la enfermedad cambia la vida de tal manera que todo gira en torno a ella. Hablo especialmente de aquellas enfermedades que van más allá de un simple costipado pero que no suponen un peligro de muerte, al menos inminente y que frecuentemente se encuentran en el área de las «crónicas». En estas situaciones es fácil hacer de la enfermedad una forma de vivir, inundando todas las demás áreas en el plano personal, laboral, familiar y social.

Por supuesto que es necesario adecuar los espacios y los tiempos para la ayuda a una persona enferma. Y también resulta imprescindible no despojar a nadie de su autonomía sino, por el contrario, facilitar el desarrollo de las habilidades que sí son posibles

Los psicólogos sabemos que en algunos casos –y no son pocos– la enfermedad de una persona refleja distorsiones en uno o más sistemas de los que hace parte. Es así como, por ejemplo, una familia en apariencia bien estructurada parece “depositar” en su miembro enfermo las deficiencias de expresión de afectos y emociones, relacionales o de comunicación. Estas distorsiones permanecen ocultas e inconscientes, convirtiéndole en el chivo expiatorio de un sistema familiar perverso.

No resulta extraño, entonces, que cuando los síntomas que aquejan a esa persona empiezan a remitir o a estabilizarse gracias al efecto de un adecuado tratamiento médico y psicológico, el sistema tienda a alejarle del proceso que le está permitiendo una calidad de vida más plena y por lo tanto menos funcional para mantener la patología familiar. Lo mismo sucede en otros ámbitos como el laboral o el social, con implicaciones aparentemente diferentes pero semejantes en sus dinámicas.

Vivir en torno a la enfermedad no suele dar buenos resultados. Pasarse la vida mirando en internet las posibles causas de síntomas diversos resulta más alarmante que instructivo. Dedicar las horas a esperar que llegue el momento de tomar la pastilla, se parece más a una muerte en vida que a un intento de curación. Sentarse a ver televisión el día entero con una actitud de “no-futuro”,  tiene más que ver con la resignación.

Mientras quede un ápice de vida… ¡¡Vivámosla!! Démosle al tiempo que nos queda un motivo, un sentido, una razón para estar presentes. Ya llegará el momento de morir.

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