… «Yo diría que hay que empezar a apoderarse de las calles. De las esquinas. Del cielo. De los cafés. Del sol, y lo que es más importante, de la sombra.
Cuando uno llega a percibir que una calle no le es extranjera sólo entonces la calle deja de mirarlo a uno como a un extraño. Y así con todo…«
– M.Benedetti – (Primavera con una esquina rota)
Como todos los asuntos vitales, la inmigración tiene consecuencias sociales, psicológicas, políticas, económicas e históricas demasiado complejas para ser abarcadas en un único espacio y desde una sola visión, corriendo el riesgo de reducir sus implicaciones ante la dificultad de abarcar todas sus variables. Por eso no pretendo hacer un análisis exhaustivo y demasiado racional sino más bien una reflexión acerca de algunos aspectos desde el ámbito de la salud, bastante sesgado hacia la cultura latinoamericana, de la que hago parte.
Existen tantos motivos como personas que emigran a otros países, pero siempre hay un motor común: la búsqueda del bienestar y del mejoramiento de la calidad de vida. Aparte de esta motivación, hay una situación determinada que hace que una persona quiera salir de su país. Normalmente no se debe al simple deseo, incluso suele haber cierta resistencia a salir. Es lógico, porque la persona está en su lugar, con su gente, pero hay una serie de situaciones externas que la obligan a tomar esta decisión; puede ser la coyuntura general del país de origen, que lleva a la dificultad económica, la violencia y en otros casos, la necesidad de continuar con el desarrollo intelectual y cultural. Por lo general hay una razón de peso para salir, casi siempre con la idea de que esta experiencia es temporal.
Pienso que la expectativa de la temporalidad permite a muchos inmigrantes dejar su país, porque si en este momento se piensa en un viaje de ida sin retorno, es muy posible que no salga nunca de su casa.
La afirmación “yo puedo irme porque sé que voy a volver” proporciona una fuerza que permite la acción, y con el tiempo ésta idea se convierte en una promesa cumplida o simplemente en una expectativa que hizo posible embarcarse en un proyecto con el sello de la incertidumbre.
De cualquier manera, el inmigrante sale de su país con la ilusión de que al atravesar el océano su vida irá mejor. Pero esa persona se va con una historia de vida vinculada con algunas referencias:
La casa, el barrio, la tienda, los amigos, la familia, que dan un sentimiento de identidad, de ubicación en el espacio y en el tiempo. Irse es una forma de morir, porque es despojarse de casi todo y salir sin nada más que la memoria
En otros contextos, la permanencia de esos vínculos afectivos parece obvia. Salvando las excepciones, sabes que tienes a tu padre en donde lo tengas, a tu hermano o a tu “amigo-de-toda-la-vida”, y aunque no los veas a menudo, es posible que de vez en cuando te los encuentres por la calle. Es muy posible que el parque donde jugabas de pequeño esté donde lo dejaste y que lo sigas viendo. De pronto, haces un cambio y esos pilares desaparecen de tu vista y de tu posibilidad de acceder a ellos como no sea por medio de la imaginación.
Al llegar, se encuentra un contraste entre lo que inevitablemente se había imaginado y la realidad. Empieza la maratón de ajustar la vida a esa realidad, y en ese momento, lo único que no puede permitirse un inmigrante es detenerse, pues se encuentra ante la imperiosa necesidad de desarrollar un camino.
Es diferente si una persona sabe que en el país a donde llega le están esperando, se habla el mismo idioma, viene sola o en compañía, con un nivel cultural que le va a facilitar el recorrido, con una base económica o con la necesidad de encontrar un trabajo cuanto antes para ganarse la vida. De todas formas, es una vivencia estresante, por el simple hecho de estar viviendo una nueva situación, y no es común que tenga el tiempo y la posibilidad de sentir la emoción ni la sensación que le genera su nueva circunstancia. Es más común que se pongan en marcha diferentes mecanismos de supervivencia emocional porque hay que levantarse cada día a buscar trabajo, casa, o simplemente a ubicarse en el espacio. Pasa un tiempo para que una persona se sienta relajada después de un cambio tan radical.
Como decía anteriormente, irse es una forma de morir. Y llegar es como un nacimiento. Al bebé que acaba de nacer hay que darle cuidados, atenderlo, protegerlo, darle calor, contacto, hay que pasar por lo que los expertos llaman “embarazo extrauterino” que dura unos cuantos meses. Simbólicamente pasa algo parecido con el inmigrante –aunque está claro que no es un bebé- con la diferencia de que él tiene que hacerse adulto desde que nace, como les pasa a muchos niños, lamentablemente-. Al contrario, entra rápidamente en una dinámica de exigencia de adaptación, casi siempre unidireccional, con lo cual echa mano de sus defensas y de la manera como ha sabido sobrevivir a situaciones estresantes y mantener un mínimo equilibrio psíquico.
El proceso de adaptación es más largo cuando no se dan las condiciones para vivir lo que emocionalmente supone el cambio. Si la exigencia sobrepasa las posibilidades, puede generar reacciones contrarias a lo esperado
Siguiendo con el ejemplo anterior, si al niño se le exige demasiado y no tiene la capacidad de responder a esa exigencia, reacciona muchas veces con pataletas que vienen con una gran carga de rabia frente a la impotencia de no poder responder a lo que se espera de él. Simbólicamente las instituciones tienen que ver con la figura de autoridad y no es casual que el inmigrante exprese frecuentemente su rabia en los servicios sociales que en principio son los que tienen una función de acogida.
Aunque parezca una muerte, las sensaciones relacionadas con la inmigración tienen algunas diferencias importantes, pues se renuncia a un lugar que permanece donde se ha dejado. La persona sabe, aunque no los vea, que los referentes a los que está vinculado permanecen allá y de diferentes formas puede buscar el acceso a ellos. Los medios de comunicación, cada vez más al alcance de la mayoría, le acercan a ese país lejano, alimentan la memoria de las voces, los sonidos que están tan arraigados como la voz de la madre, las noticias casi inmediatas de todos los sucesos, el sentirse a veces acompañado y la posibilidad de confrontar con la realidad de que el que está del otro lado sigue con vida.
Pero también hay que tomar en cuenta que la comunicación a través de estos medios es incompleta y tiene el riesgo de mantener estáticos los lazos, haciendo que la persona permanezca mentalmente anclada en un lugar y en un tiempo que parecen haberse congelado. Esto se constata frecuentemente en los viajes de vuelta; volver temporalmente al sitio que se ha dejado puede implicar la idea de que se va a encontrar todo como estaba antes de partir. En cuanto llega, la persona se da cuenta de que ha tenido un cambio que no le deja ser como era y que no hay forma de volver atrás.
Pero algo más ha pasado y es que los que se han quedado también han tenido su proceso, podría decirse que también han viajado -aunque haya sido solo interiormente, que ya es bastante-. Han vivido una pérdida, un cambio en su estructura y una crisis que también hacen parte del proceso migratorio. Esto es sorprendente, algunas veces doloroso, y en ocasiones un verdadero problema.
Cuando la persona se da cuenta de que no puede adaptarse tan fácilmente en su propio país, puede sentir que simplemente no es de ninguna parte
Este es un momento muy interesante en la inmigración, es importante hacerlo consciente y tener vías de expresión que permitan transformar emociones como sentimientos de culpa, de abandono o de miedo al futuro, en una percepción del momento más liberadora, cuando justamente se necesita toda la energía, claridad y, sobretodo, sensación de libertad para iniciar otra fase: la toma de decisión y adaptación en el sitio que se elija.
Pretender vivir el cambio con conciencia puede parecer utópico y tal vez sea cierto dadas las condiciones reales de la mayoría de inmigrantes. Pero también hay que tomar en cuenta que el desconocimiento sobre el propio movimiento interno lleva a las personas a situarse en posiciones aún más vulnerables. Cuando no se ha hecho adecuadamente este proceso, puede pasar, por ejemplo, que otros duelos que se dan después, activen las emociones que no se vivieron en su momento. Es decir, cuando la persona no ha sido consciente de lo que su nueva situación le está generando a nivel emocional, las pérdidas o los cambios que vienen -separaciones de pareja, cambios de trabajo, de ciudad, etc.- pueden ser utilizados como canal de descarga del duelo que no se hizo por haber emigrado. Por esto es común que cuando alguien se encuentra con una situación vital dolorosa, la primera opción que aparece en la mente sea volver. Tiene su lógica, pues allí está aún el arraigo y cuando estamos en una situación de crisis emocional, lo que buscamos normalmente es el lugar donde está la raíz: la tierra.
Dentro de las alternativas, existe un recurso con el que se cuenta para empezar a construir el nuevo camino y es la base de sí mismo, es decir, el propio organismo, la sensación, el conocimiento de las reacciones del cuerpo. Tenemos capacidad de adaptarnos aunque haya momentos críticos que realmente justifiquen perder el norte, aún en esos momentos, el contacto con la propia sensación puede ser un pilar fuerte del cual agarrarse. Pero no todas las personas responden de la misma manera frente a estas dificultades. La forma de hacer los procesos tiene que ver con los recursos psicológicos de cada uno. Por eso es necesario contar tanto con las variables sociales como con las individuales. En general, se ponen en marcha los procesos imprescindibles, es decir, la capacidad de lucha para proporcionarse lo básico, comida y techo. Sabemos que en una situación imperiosa, se corre el riesgo de convertirse en una especie de máquina de supervivencia respondiendo a las exigencias inmediatas, con lo cual se empieza a vivir en una situación de alarma permanente, de constante alerta a la que se acostumbra el organismo.
A la serie de dificultades que vive un inmigrante actualmente se le suele llamar “Síndrome de Ulises”, nombre propuesto por un investigador y Psiquiatra, Joseba Achotegui, haciendo mención a los textos de La Odisea que narran los naufragios de Ulises y su sufrimiento. Los cambios producidos por la inmigración suponen lo que él llama “duelo migratorio”, con una serie de síntomas que podrían parecerse a los típicos de la depresión (tristeza, llanto, baja autoestima, pérdida de interés sexual, pérdida o aumento de peso, entre otros) pero que deben ser interpretados en su contexto y por tanto se debe actuar frente a ellos de manera distinta, pues estos síntomas obedecen a causas directamente relacionadas con la realidad de la inmigración. Son problemas que se manifiestan a nivel afectivo y somático, como ansiedad, sensación de confusión, alteraciones del sueño, problemas digestivos, preocupaciones excesivas y un sentimiento de extrema soledad.
El duelo migratorio tiene variedad de formas. Son infinitos los cambios, por ejemplo, en la tierra, en el paisaje, en los olores, en la luz, en la arquitectura, en el hábitat, en el lenguaje porque, aunque se hable el mismo idioma, muchas veces una sola palabra puede tener tantos significados como lugares en los que se pronuncia. También es común que disminuya la posición social porque la persona que ha tenido cierto estatus en su país, al emigrar tiene que asumir que va a pasar un tiempo para llegar al punto en el que se encontraba. Por todo esto, el hecho de cambiar de país afecta la identidad que se construye a base de relaciones con el espacio, el tiempo y el grupo.
Estos cambios pueden generar rabia, sensaciones de inseguridad, de caos y de injusticia. Pero lejos de situarnos en un dramatismo paralizante, se puede percibir como parte del proceso y seguramente, en cuanto exista una cultura de la inmigración, se podrá comprender su lógica y asumir el momento como algo temporal e incluso positivo para el desarrollo vital, como una oportunidad de aprender y comprender diferentes formas de vivir, de relativizar esas verdades que, cuando no hay movimiento, aparecen como bloques inamovibles que se reflejan en las rígidas concepciones arraigadas tantas veces y de tantas formas en las sociedades. Claro que también sería interesante que los infinitos obstáculos que se les ponen a los inmigrantes para su desarrollo, no transformaran lo temporal en un angustiante y permanente desgaste por la supervivencia a costa de todo y a cambio de muy poco beneficio.
Dentro de la dificultad, la inmigración conlleva una posibilidad de evolución, una experiencia que supone desarrollar capacidades creativas que en otra situación no hubieran surgido
Es una oportunidad para conocerse a sí mismo porque hay algunos momentos en los que lo único que se tiene es eso, uno mismo; esta es la otra cara de la soledad, que también supone un verdadero aprendizaje. Y por supuesto, las relaciones que permanecen y las que se crean cobran una dimensión especial porque un amigo, una sonrisa, una mirada, una voz de aliento, es decir, un reconocimiento de la existencia, constituyen una riqueza incalculable.
No hay que olvidar que un movimiento migratorio tan masivo como el que está sucediendo desde hace unos años en España, afecta también a la cultura y a la sociedad que “recibe” a los inmigrantes. Esto supone adaptarse a una nueva forma de vivir, a recibir informaciones y estímulos nuevos para los que muchos no estaban preparados y a los que otros se siguen resistiendo. Todo depende del punto desde el que se mire y de las experiencias individuales, y visto desde una posición de apertura puede suponer la ampliación de horizontes y la posibilidad de generar cambios necesarios y refrescantes.
En fin, la inmigración también puede entenderse como un movimiento social que nos concierne a todos, inmigrantes y no inmigrantes. Necesitamos habitar los espacios existentes y crear los que hagan falta para conocer, cuestionar, discutir, expresarnos en lenguajes que trasciendan las palabras, encontrarnos en lo común, aprovecharnos de las diferencias y enriquecernos mutuamente con ellas.
La Inmigración en el Campo de la Salud Mental
Es necesario que la inmigración se asuma como problema social y que se le de la importancia que requiere a nivel de salud mental, dentro de la prevención de patologías derivadas de un tratamiento inadecuado del cambio por migración.
Se plantea la pregunta acerca de la forma eficaz de intervenir para responder a una realidad que cotidianamente se nos impone de manera más evidente, la de la salud mental del inmigrante que presenta síntomas físicos y psicológicos que muchas veces no sabemos diagnosticar por no responder a las causas conocidas, y que si se sitúan en su contexto y en su momento, podremos comprender y desde ahí ofrecer una intervención justa y apropiada.
Si tomamos en cuenta que tratamos con aspectos del ser humano condicionados por la cultura, no podemos crear estrategias arbitrarias ni homogenizar la situación de todos los inmigrantes. Es necesario contar con las necesidades reales de las personas, su situación particular, y desde nuestros propios recursos crear una atención efectiva que responda a la demanda individual y social.
En una acción terapéutica es necesario tener presente la importancia de lo no verbal, de lo gestual, lo corporal, donde no hay un condicionamiento de la racionalización y donde la persona puede reencontrar su arraigo y su expresión mas allá de las posibilidades del lenguaje.
Se plantea entonces una atención desde el espacio individual, tanto para ofrecer apoyo en momentos puntuales, como para profundizar, por ejemplo, en la comprensión de reacciones psicosomáticas, en la forma como la persona acostumbra a responder a las situaciones que se le presentan en la vida, o en aspectos de su propia historia que puedan haberse activado con el cambio y que estén afectando su momento actual.
Paralelamente, existe un espacio terapéutico grupal, donde la persona puede verse “en” y “con” los otros, crear lazos, pertenecer a un grupo, sentirse parte de algo
Además hay diversas alternativas, facilitadoras de procesos de cambio como el de la inmigración, como la creación de redes sociales y también el uso de los lenguajes expresivos, en los que la relación con el mundo externo mediante la creación constituye un proceso transformador en la medida en que la persona es sujeto de su propia historia y no un simple objeto de las circunstancias.