Hace algunos meses apareció una noticia que dio varias vueltas alrededor del mundo, acerca de un estudio en el que se decía que el WhatsApp era el causante de millones de rupturas sentimentales.
Algo más tarde, después de que algunos periodistas y muchos usuarios de la aplicación dieran como cierta la noticia sin confirmar su veracidad, se supo que se trataba de un bulo y con esto se confirmaron, al menos, dos importantes hipótesis: La primera, que la inmediatez de la información de la que gozamos hoy en día parece estar bloqueando la natural capacidad de ir a la fuente de las cosas. La segunda, que ni siquiera WhatsApp, por más poder que queramos otorgarle, es capaz de salvarnos de la responsabilidad sobre nuestra manera de comunicarnos.
Pongamos un ejemplo. Chica y chico se conocen (esperemos que no haya sido por medio de “La App de la vergüenza”). Entre mensajes y mensajes y algunos encuentros cara a cara, la cosa empieza a funcionar y se podría decir que ahora tienen una relación de pareja. Después de los primeros tiempos, cuando uno se acuerda de que había otras cosas en la vida aparte de pensar, llamar y salir con esta persona, sucede que llega un mensaje. Ella, con una sonrisa amorosa lo mira y piensa… «Ahora estoy ocupada, responderé en cuanto pueda«. Pero el «doble check» sí se reporta de inmediato, así que él piensa: «No quiere hablar conmigo, no me quiere, está con otro, me mintió, no le importo a nadie, no valgo nada”…
Segunda opción: Ella mira el mensaje y piensa: «Ahora estoy ocupada, pero si no le respondo se enfadará y pensará que no me importa«. Así que responde ansiosamente y al final pone un emoticón sonriente, como para amortiguar el corto tamaño de su respuesta y se siente aliviada. Pero a partir de este momento sucede una cadena de mensajes que van y vienen hasta que se dan cuenta, ambos, de que se acabó el día y no sacaron nada en claro, de que ese proyecto laboral que ilusionaba en la mañana, en la noche se había difuminado, de que la cita que tenía con un cliente se convirtió en un sueño, de que lo que comenzó como un inocente saludo se transformó en una maraña de dudas, miedos, enfados y hasta el amor se puso en entredicho.
Pero… ¿De quien es la culpa? ¿De WhatsApp?
Choca pensar que un tal Jan Koum, por más inteligente que sea pero que no conozco ni aspiro a conocer, tenga algún poder en lo que acontece dentro de mi alcoba. ¿No será que nos pasa, como a los periodistas que dieron el bulo como cierto, que nos da pereza pensar un poquito más e ir a la fuente de las cosas?
Confieso que mi pasión por las nuevas tecnologías no me ha llevado hacia el encantamiento del WhatsApp, extrañamente. Quienes me conocen saben que, en este momento, me daría igual si existe o no esta aplicación, ya que acostumbro a utilizar otros medios para comunicarme con mi gente, también bastante modernos, incluido el cafecito en la terraza que nunca pasa de moda.
Pero, de verdad, ¿es lógico culpar al WhatsApp de lo que sucede en nuestro interior? ¿es sensato decir que no sabemos lo que queremos con otra persona porque el WhatsApp se ha metido en medio de nosotros? ¿Es natural quejarse de no haber dormido en toda la noche porque alguien no podía dejar de enviarnos mensajes y nosotros no podíamos dejar de responder?
La culpa no es de nadie. Las redes sociales están para ser utilizadas y cada uno les pone el color que mejor combina con su rasgo de carácter
Así por ejemplo, será fácil que nuestras tendencias compulsivas se vean fácilmente absorbidas con el uso y el abuso de este tipo de comunicación. Nuestros rasgos masoquistas serán buenos cómplices a la hora de ignorar nuestras necesidades de sueño, hambre o descanso, prefiriendo cumplir con la tarea de responder a cuanto mensaje llega. Nuestra ansiedad nos llevará a no ser capaces de esperar al momento oportuno para proponer una buena comunicación. Nuestros rasgos paranoicos nos llevarán a distorsionar la percepción cuando alguien nos vio pero no nos respondió.
Y de todo esto sólo quedan preguntas, que no tienen que ver con bulos ni mentiras:
💧¿Dónde quedó la capacidad humana de comunicarnos plenamente viéndonos, sintiéndonos, oliéndonos, tocándonos?
💧 ¿Dónde está nuestro libre albedrío, el que nos permite decidir cuando y cómo usar los recursos que están a nuestro alcance?
💧 ¿La solución es prohibir el uso de las redes sociales? ¿No sería más efectivo promover los vínculos afectivos y la expresión natural de las emociones?
💧¿Es lógico juzgar a jóvenes y adolescentes por el abuso de la comunicación virtual, mientras les dejamos solos y sin alternativas?
💧 ¿No es preocupante que una persona sea capaz de decir lo que siente y piensa por WhatsApp mientras se inhibe hasta bloquearse en un encuentro real?
💧 ¿Es normal que un grupo humano consiga acosar o denigrar a alguno de sus miembros a base de mensajes de texto y nadie haga nada para impedirlo?
Aunque la noticia antes mencionada fuera un bulo, parece que hay algunos estudios que no lo son, como el de los investigadores Lori Schade y Jonathan Sandberg, quienes confirmaron que discutir temas importantes por chat inhibe la conexión emocional, tomando en cuenta que una gran cantidad de parejas utiliza esta aplicación para pedir disculpas, resolver diferencias o tomar decisiones. Por lo tanto, vieron cómo el uso de mensajes de texto está vinculado, directamente, a una baja calidad en la comunicación.
Desde mi punto de vista, las pseudo-comunicaciones que se establecen por medio de las redes sociales son reflejos de una distorsión en la manera de interaccionar de las sociedades actuales. El uso adecuado o inadecuado de estas, sólo están reforzando formas anteriores de vincularse a los demás. El hecho de que funcionen para facilitar los encuentros o para formalizar los desencuentros, depende de una gran cantidad de factores que son muy importantes de analizar.
Por esto, ir a la fuente de las cosas también consiste en reflexionar sobre cómo nos comunicábamos antes y cómo nos comunicamos ahora y desde dónde partimos para percibir de una manera o de otra los mensajes, ya sean virtuales o reales. Posiblemente estas nuevas formas de interacción humana que la tecnología nos ha aportado, se puedan utilizar para conocernos mejor en nuestra manera de relacionarnos y así nos permitan experimentar, corregir, cambiar o continuar, siempre y cuando se conviertan en cómplices de nuestra evolución y no de nuestro aislamiento, confusión y soledad.