
En medio de la confusión provocada por la sistemática incomunicación en nuestros espacios públicos y privados, lo difícil es no perder el centro. Las identidades se quedan relegadas a una que otra memoria fragmentada y la brújula que guiaba los caminos, parece haberse quedado en el trastero.
Esta es la situación que nos acompaña cuando interpretamos experiencias y emociones, basándonos exclusivamente en la propia vivencia. Si nos limitamos a este único punto de visita, por importante, positivo o traumático que sea, corremos el riesgo de ignorar que lo habitual no siempre es lo normal.
Hace falta entonces otro paso, el de observarnos cuidadosamente como parte de algo más extenso: una familia, un grupo social, un país, un continente, un planeta, que afectan desde el comienzo de nuestra existencia, para bien o para mal, la forma de estar en el mundo en el que transitamos nuestras vidas.
Así es como en la vida personal más cotidiana, suelen repetirse modelos de relación con nosotros mismos y con los demás, que nunca pensaríamos que podrían ser de otra manera, aunque no nos gusten, aunque nos dañen, nos enfermen o no nos satisfagan
Algunas personas transitan su vida entre amplios vacíos de memoria y fugaces recuerdos, hasta que aparece algún síntoma imposible de esquivar. De pronto, con gran esfuerzo y una alta dosis de valentía, se acercan a la consulta de Psicoterapia con el objetivo de desvelarse a sí mismas, y en el proceso se van encontrando con importantes disonancias entre sus interpretaciones cognitivas y sus más profundas emociones. Con inmensa sorpresa es frecuente descubrir que lo habitual no siempre es lo normal:
El maltrato habitual no es lo normal
Esto siempre me recuerda un libro titulado: Mi marido me pega lo normal, de Miguel Lorente Acosta, quien desarrolla su escrito a partir del cuestionamiento sobre cómo una mujer puede llegar a normalizar el maltrato en su propia piel. Desde su publicación en 2009, algo más se ha avanzado en el tema (al menos teóricamente), pero sigue siendo interesante y su título muy ilustrativo.
Traspasando la inaceptable situación de violencia de género que azota a nuestras sociedades (si deseas profundizar en el tema te invito a leer más), es común encontrar en la calle, en las oficinas, en los bares y también en las consultas de psicoterapia, a hombres y mujeres de todas las edades, nacionalidades y clases sociales, reflejando e incluso justificando, cada cuál a su manera, la permisividad hacia el maltrato recibido en cualquiera de sus formas.
La víctima nunca es la culpable, decimos. Y así es, por supuesto. Por esto mismo es imperiosa la necesidad de dejar de serlo, mientras podamos, no para hacernos culpables de nada, sino para liberarnos de las ataduras impuestas y ocupar el lugar de personas adultas con capacidad de gestionar la vida
La toma de consciencia mediante un apoyo social y psicológico adecuados, son pilares fundamentales y quienes estamos cerca de estos procesos tenemos la responsabilidad de activar todos los recursos a nuestro alcance, tanto personales como profesionales, para prevenir o ayudar a resolver, sin caer en actitudes re-victimizadoras, ya sea por medio de la infantilización como del prejuicio, ajenos, los dos, a toda empatía.

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La comunicación perversa habitual no es lo normal
De pronto alguien se siente más que desanimado, con grandes dificultades para levantarse de la cama a disfrutar del día o para afrontar una jornada llena de obstáculos y expectativas, cada vez más difíciles de alcanzar. La ansiedad consume la poca energía disponible y cada situación cotidiana, incluidas las relaciones personales, parecen un constante efecto dominó encaminado a la frustración.
En sus intentos por explicar lo que sucede, nada más salir de su boca las palabras parecen convertirse en jeroglíficos imposibles de descifrar y lo único evidente es una inmensa incomunicación, tan antigua como conocida, tan adherida a la historia personal que pareciera ser de lo más natural.
Tan antigua como conocida, sí, porque es muy probable que esta persona se haya encontrado, muchas veces en su vida, sumida en una maraña de comunicación perversa, que ha impedido un desarrollo emocional y cognitivo suficiente para la comunicación fluida. Y si comprendemos esto, podemos comprender también que nadie será capaz de expresarse con soltura cuando la confusión y el miedo estrangulan la garganta.
Por «comunicación perversa» entendemos la forma distorsionada, confusa, incoherente, contradictoria con las informaciones que se dan y se reciben mediante la comunicación. Y lamentablemente es el pan de cada día
Porque no han pasado de moda las formas indirectas que esquivan la comunicación real, que desestabilizan y confunden. Ejemplos clásicos son la manipulación y el chantaje emocional, la burla o el desprecio, la distorsión entre lo que se dice y el cómo se dice, el rechazo hacia la escucha, la intimidación, la mentira o el silencio, pero no ese silencio que le hace a uno sentirse en paz sino el otro, el que agrede más que cualquier grito.

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En cualquiera de sus formas y por más que se justifique con fines de la más elevada (y falsa) inocencia, la comunicación indirecta busca siempre lo mismo: evadir el encuentro, el diálogo, la puesta en común entre dos o más personas incapaces de ponerse en frente, mirarse de verdad y actuar con responsabilidad en el cuidado mutuo, expresando sus ideas, sus sentires, sus necesidades o sus desacuerdos, sin temor a romper los frágiles cristales de relaciones anquilosadas en obsoletas estructuras, o cogidas con pinzas por la fragilidad de los vínculos actuales.
Y a propósito de la fragilidad de los vínculos actuales, no hace falta ser tan borde ni molestarse en ver cómo se manipula o se chantajea a los demás ya que, por cierto, casi siempre hacen parte de los mecanismos inconscientes del carácter. Esto se refleja en las formas de comunicación perversa que hoy en día incluso se fomentan. El ejemplo más evidente es el uso de mensajes para todo, menos para lo que sirven.
Hoy día basta con un texto de WhatsApp para despedir a alguien de su puesto de trabajo (o para dejarlo sin poner la cara), para romper una relación afectiva o para cantarle las cuarenta a quien nos ha ofendido. Esta es una forma de comunicación muy, pero muy perversa y estaría bien revisar el uso que le damos a estos recursos, que supuestamente se crearon para facilitarnos la vida.

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La violencia habitual no es lo normal
Muchos de nosotros hemos vivido la violencia en sus diferentes dimensiones. Y a todos y todas de alguna manera nos ha afectado en nuestro ser más íntimo.
La violencia de países como el mio –y de muchos otros, casi todos– se ha filtrado en las grietas de nuestra comunicación hasta llegar al punto actual, en el que unas cuantas generaciones parecen haberla normalizado en su cotidianidad.
Basta con escuchar las discusiones o con leer los comentarios en las redes sociales acerca de opiniones divergentes en temas de política o actualidad, para ver hasta qué punto se nos ha filtrado lo que más tememos: la soledad que produce la ausencia de interlocutores capaces de mantener un mínimo respeto por la diversidad de pensamiento. No, eso no es normal, por más habitual que sea.
Ya dentro de casa y sin olvidar la prevención desde la infancia, habrá que recordar que los niños y las niñas absorben, como esponjas, todo lo que acontece a su alrededor. Si alguien sigue pensando que como son pequeños no se enteran, ya puede bajarse de la nube porque se enteran, y mucho. Otra cosa es que su momento de desarrollo les impida defenderse, argumentar o expresarse con nuestra lógica adulta.
Que el sol no se puede tapar con una mano lo saben de sobra los sabios ancianos, pero también los niños, solo que ellos comunican con su particular lenguaje y somos nosotros quienes deberíamos comprenderlo.
El habitual malestar en el trabajo no es lo normal, como tampoco el sacrificio a toda costa, enemigo del ritmo y del disfrute. La habitual sensación de no existir no es lo normal, como no es normal la habitual sensación de no pertenecer o no sentirse reconocido como ser humano

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Estas distorsiones se conforman pulso a pulso, pues cuando actúan de forma repetida se convierten en patrones, o sea en maneras de ser y de estar. En su momento, como niños, poco se podía hacer, más allá de intentar sobrevivir «gracias» a la formación de una coraza y un carácter.
Pero hoy, conscientes de nuestra historia con sus traumas, sus aciertos, sus regalos, sus pesares, es cuando podemos prevenir que los adultos del futuro no repitan nuestros errados esquemas. Y nosotros, como niños y niñas del pasado, tenemos la oportunidad de reconstruir nuestra identidad perdida, más cercana a lo natural… y tan diferente de lo habitual.
En mayor o en menor medida, a todos y a todas nos queda un tramo más en el proceso de recomponer las piezas que se han ido soltando en el simple proceso de vivir.
Recordemos que se puede estar mejor y que la resignación no debería ser una opción.