Algún día viendo la tele, “No es No”, me llamó la atención. Se trata de una campaña en la que los ayuntamientos de España intentan erradicar las agresiones sexuales machistas. Entrevistaban a mujeres de todas las edades y condiciones que contaban cómo se sentían abusadas, a veces nada más salir a la calle.
Qué suerte tengo– pensé. Aunque he dedicado una buena parte de mi tiempo laboral en la prevención de la violencia de género, no recordaba ni un sólo episodio en el cual me hubiera visto en una situación parecida.
Me sentí agradecida por mi educación igualitaria en un colegio mixto donde chicos y chicas teníamos las mismas oportunidades. De una familia en la que a hombres y mujeres se nos ha ofrecido un abanico de oportunidades para evolucionar en el camino. De la elección de mis amigos y de las parejas que han pasado por mi vida, que no me hicieron sentir como decían las mujeres que veía en la televisión.
Sólo me quedaba entonces empatizar con ellas, las que a diferencia de mi se encontraban sumidas en el oscuro pozo del machismo. Seguí escuchándolas, intentando conectar con los sentimientos que expresaban y podía yo sentirlos de igual manera. No eran sensaciones para nada desconocidas: rabia, miedo, vergüenza, indignación, asco, impotencia…
Poco a poco fueron llegando a mi memoria episodios que me dejaron helada, hasta que comprendí que aún cuando he tenido tanta suerte en algunos aspectos, sigo siendo una mujer en una sociedad a la que le falta mucho por cambiar.
De todas, elegí la historia que cuento a continuación, no porque me parezca la más grave o la menos importante sino porque refleja claramente la violencia que vivimos y también nuestra participación en ella, por lo tanto nuestra posibilidad de cambiar las circunstancias
Eran días de verano y aún faltaba tiempo para sentirme verdaderamente arraigada en España. Me gustaba andar por las calles de Valencia sin rumbo fijo. Ir a algún museo, ver escaparates, disfrutar de ese delicioso hábito de sentarte en una terraza a ver el mundo pasar mientras tomas un cortado.
Solía pasarme, como a muchas otras mujeres que caminan solas por la calle, que me abordara algún hombre con una pregunta que aún me sorprende recordar: ¿Estás sola?… Y yo pensaba… ¿Acaso no me está viendo?
Esos eran los peores momentos. La rabia y la impotencia debilitaban aún más mi frágil identidad en un país que aún no comprendía. Y no es que viniera precisamente del paraíso de la igualdad de género en las calles de la gran ciudad donde nací, pero la actitud machista sumada al prejuicio cultural conformaban un cóctel que yo nunca había probado. Y no. No me gustó.
Había entonces que tomar posición, cosa que yo no había hecho hasta el momento en estas situaciones y que no podía decidir chasquendo los dedos o con buenos propósitos a partir del día siguiente.
No faltó la amiga que con su buena voluntad me sugirió taparme hasta el cuello en pleno agosto, ni la que opinó que una mujer con manga corta que dejaba ver sutilmente la tira del sujetador no podía esperar otra cosa. Tampoco faltó quien consideró oportuno dejar de salir sola a la calle y aún mejor, olvidarme de tomar cortados en una terraza sin otra compañía que una libreta y un bolígrafo para escribir lo que se me antojara.
Tampoco faltó, por fortuna, la combinación de quienes cuestionaron mi actitud pasiva y temerosa, con las sesiones de Psicoterapia Caracteroanalítica que hacía en esos tiempos como parte de mi formación reichiana. Ese cóctel sí me gustó
Podría inventar con intención literaria una diatriba, pero si lo hiciera faltaría seguramente a la realidad de los hechos. La verdad es que no recuerdo lo que dije. Sólo me queda en la memoria el sonido de mis contundentes palabras, mi sensación de poder y la imagen de este hombre que parecía hacerse cada vez más pequeñito ante mis ojos como si la tierra se lo estuviera tragando y todo el episodio acompañado de gente a nuestro alrededor que me transmitía apoyo, afirmación y respeto. A quienes no sintieron eso, no los vi.
Acabé de decirle todo, a este hombre que era simplemente uno más de todos los que habían cortado mi paso alguna vez, el mío y el de muchas otras mujeres en otros lugares y momentos. De todos aquellos que se sentían y se sienten con el derecho de abordar a una mujer para convertirla en su objeto, juguete momentáneo que se compra como se compra un cigarrillo en el estanco para tirar la colilla minutos más tarde en cualquier esquina.
Yo continué mi marcha, más firme aún y más ligera pues con mi capacidad de respuesta me transformé de víctima a participante activa de mi propia vida.
Lo sorprendente es que a partir de ese momento nunca más he vuelto a experimentar este tipo de abusos. No voy con un letrero en la frente diciendo: NO es NO. Pero tal vez esa experiencia ha asentado en mi una seguridad antes no expresada. Y no he tenido que taparme hasta el cuello en agosto ni endurecer mi actitud hacia el mundo, ni espantar a los hombres de mi lado para siempre.
NO es NO y a veces hasta la pregunta sobra. Algunos hombres equivocados en su relación con las mujeres ya han empezado a comprenderlo. Algunas mujeres alguna vez equivocadas en la relación consigo mismas hoy alzan sus voces ocupando por fin su lugar en un mundo aún por evolucionar.