Dolió. Nadie lo pudo negar. Dolió tanto que en un principio parecía insoportable esa sensación de ardor en su interior. Al principio, pasaba los días luchando contra la inercia de la resignación y las noches revolcándose en la cama, preguntándose qué fue lo que hizo mal o, aún peor, qué le faltó por hacer para que todo hubiera acabado como acabó.
Se le fue la juventud en un abrir y cerrar de ojos. Y ahora que no tenía ilusiones que perder, se sentó a mirar la nada y a escuchar el silencio de su pequeño mundo. Fue ahí cuando se imaginó en su vieja bicicleta, amiga fiel, pedaleando sin rumbo fijo y sudando las gotas de agua que no lograban salir de sus ojos, como no fuera picando una cebolla.
No. No podía llorar y no porque no quisiera. A veces lo intentaba poniendo en su equipo de música los tangos más sonados de la historia… Y nada. Entonces probaba con vallenatos, boleros y rancheras… Pero nada. Ni una lágrima. Sonaban venganzas, reproches, lamentos secos, clavos que sacaban otros clavos… Y una vez más: Nada.
Olvidar. Olvidar para no sufrir fue la solución que encontró en ese momento. Al fin y al cabo era lo que le pedían encarecidamente los amigos y lo que corroboraban las canciones. Así que un día y los siguientes, nada más se levantaba de su cama solitaria se ponía una de sus máscaras. Daba igual cuál de ellas, ya que todas tenían esa expresión rígida y una rayita inclinada hacia abajo que soldaba la comisura de los labios, de tal manera que no dejaba pasar ni una minúscula partícula de consciencia por ninguna parte.
Lunes y miércoles tocaba la máscara del… “no me importa”.
Martes y jueves era el turno del… “esto ya está superadísimo”.
El viernes tocaba ir a beber …”hasta que el cuerpo aguante”.
El sábado el cuerpo no aguantaba y se quedaba inerme.
El domingo… “lo que echen en la tele”.
Y así pasaban los días y los años. Olvidaba y entonces no sufría. Pero de vez en cuando aparecían en sus sueños caudalosos ríos que inundaban las ciudades, intensos fuegos que incendiaban pueblos con su gente dentro. Leves lloviznas que se convertían en fuertes torrenciales. Eran sueños recurrentes que tenían siempre algo en común: una distorsión de la mirada, algo que no dejaba ver lo que había más allá del río, del fuego, de la lluvia y esta falta de visión causaba una angustia insoportable, tanto que no había más remedio que despertar con un sobresalto… y un atisbo de consciencia.
Y ahí era cuando se decía unas cuantas verdades, de aquellas que negaba en sus vigilias. Aún dolía y lloraba por medio de sus sueños. Los aceptaba como si fueran el peaje a pagar por ocupar un sitio en este mundo.
¿Olvidar? Se decía. Olvidar es dejar que la huella del tiempo se quede a la deriva. Era en estos momentos cuando, de las maneras más inesperadas, alguna gota de agua caía por sus mejillas aunque no lo notara a veces, porque muy pronto otro sueño llegaba a rescatarle… o eso creía.
1 comentario en «Olvidar Para no Sufrir»
Reblogueó esto en Psicólogos Bilbao. Yolanda Pérezy comentado:
¡Qué cierto el dolor físico que se siente ante un desgarro emocional! Y también qué verdad que ese dolor no siempre desaparece del todo. Aprender a vivir con él, escucharle unas veces, distraerle otras…
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