La pareja, esa experiencia en la que nos embarcamos algunos y algunas con la expectativa de que se pueda andar junto con la otra persona y crear un camino común. Desde que nacemos estamos en contacto con la experiencia de la pareja y, a medida que evolucionamos, emprendemos una búsqueda de esa imagen de persona «ideal», que a base de modelos y de valores culturales construimos a lo largo de los años.
La realidad o la ficción de ese ideal son, tarde o temprano, contrastadas en la vida cotidiana mediante la convivencia con esa otra persona que, a su vez, ha construido sus propias imágenes, ideales y valores. Por esto, no resulta nada fácil hacer coincidir historias, ritmos, intereses y necesidades, y mucho menos si nos ponemos en la sintonía de la «media naranja», en la que se supone que dos mitades humanas y vivientes, es decir, en constante movimiento, deben casar a la perfección.
Afortunadamente, el tiempo de la media naranja ya parece haber pasado de moda como modelo de pareja y las últimas tendencias hablan más de dos naranjas enteras que van juntas. No sé, sinceramente, cual es el empeño en seguir con esta forzada asociación naranja-persona, aunque parece haber algún avance en la consciencia, o más bien en la experiencia. De todas maneras, no nos engañemos, falta mucho por aprender en la capacidad de desarrollar relaciones de pareja saludables, maduras y creativas.
Uno de los tópicos más sonados sobre la pareja, y que se refleja en los deseos con los que se endulza el oído a quienes deciden emprender la vida juntos es el consabido «que sean felices para siempre y que tengan una vida de paz y tranquilidad». Este deseo suele resultar más una pesada carga que un regalo, pues muy pronto uno se da cuenta de que la felicidad es algo que sucede a trocitos durante toda una vida, con pareja y sin pareja, y que la paz y la tranquilidad sólo son posibles cuando se es capaz de afrontar los conflictos que, afortunadamente, aparecen cada vez que algo -o alguien- tiene que modificarse para avanzar en el proceso de una vida en común.
A veces los conflictos se resuelven por sí mismos. Pero muchas otras su naturaleza, el carácter de cada uno o las propias circunstancias del sistema llamado «pareja» hacen que sea difícil descubrir y resolver los entresijos de la relación afectiva, en la que se mezclan sensaciones, emociones e historias de vida pasadas y presentes, conscientes e inconscientes.
Y es aquí donde la Terapia de Pareja tiene un importante papel. Solamente con el acto de liberar los conflictos sacándolos del estrecho marco de los dos, ya se moviliza la dinámica. A partir de ahí, el o la terapeuta actúa como mediador/a y acompañante de un proceso que puede resultar verdaderamente enriquecedor, tanto a nivel individual como de la pareja en sí
Como en otros tipos de Psicoterapia, la de pareja no se realiza de una única manera. Existen tantos modelos terapéuticos como parejas que los solicitan. Por esto, lo que explico aquí se refiere a la forma de trabajo que yo utilizo con base en mi formación como Psicoterapeuta Caracteroanalítica.
Según Xavier Serrano, además del análisis estructural y caracterial, son cuatro los criterios de que hay que tomar en cuenta a la hora de diagnosticar una problemática de pareja: la sexualidad, la gestión de la cotidianidad, el control de los impulsos y la comunicación. Según mi experiencia, estos criterios facilitan enormemente el proceso, ya que permiten un orden dentro del caos que suele acompañar al conflicto.
Un conflicto de pareja puede acabar siendo una afortunada oportunidad para enriquecerse personalmente y una Terapia de Pareja es, con frecuencia, una herramienta muy útil para desactivar los aspectos que producen o mantienen el desencuentro.
No es conveniente esperar a que la relación esté demasiado herida o desgastada para acudir a terapia, como tampoco es necesario ir al psicólogo cada vez que nos peleamos con la pareja. Pero tener el referente, la ayuda a mano, siempre puede evitar sufrimientos que podrían prevenirse con un poco de atención.