Ni es ni debe serlo. La vida no es una línea recta con flechas que se inclinan hacia arriba o hacia abajo según nos comportemos. Tal vez nos metimos esa idea en la cabeza bajo la influencia de una educación autoritaria, de una sociedad que nos concibe como máquinas de producción y de valores basados en religiones represoras.
Con esta absurda idea rectilínea, algunas personas se sienten preocupadas por parecerse a un alien más que a un ser humano, imaginando que son las únicas que no encajan y que por más que intentan ir erguidas, ya sea por caminos llanos o pedregosos, la línea de la vida se convierte inesperadamente en círculo, en triángulo, en algo informe, en laberinto, en carrusel.
Y a veces, la línea de la vida se convierte en algo tan borroso que da miedo porque no queda nada de donde agarrarse
La experiencia de perderse para encontrarse
Y ahí, dentro de las alternativas posibles, está la de permitirse la experiencia de perderse. Es interesante perderse aunque asuste, aunque se “pierda tiempo” aunque se llegue después.
En esos tiempos sin norte aparecen sensaciones e ideas nunca imaginables en otros momentos más seguros.
Porque veces hay que dejarlo todo, el pasado, las posesiones, las certezas. Hay que vaciar la mochila llena de piedras que pesan en nuestras espaldas para abrir espacio a otros tesoros.
A veces hay que cerrar puertas para que se abran otras. Dejar relaciones que algún día tuvieron significado, pero que ahora se mueren sin remedio, decir adiós a trabajos que impiden la satisfacción, cerrar una etapa de la vida, permitir un tiempo de vacío y abrir la siguiente, hacer los duelos, afrontar las pérdidas, aceptar y continuar.
Perderse puede ser una aventura más que un drama. No es rentable, ni cómodo ni mucho menos fácil.
Pero perderse es una forma de encontrarse –a veces la única– y siempre que nos atrevamos a escucharnos y a sentirnos en un espacio sin coordenadas, traerá las tan esperadas respuestas que la falsa cordura, rígida y agonizante, nunca podrá darnos.