Alguien soñó una vez con apretar un botón y encender una habitación. Alguno con un aparato que permitiera movilizarse. Otro con hablar por teléfono estando en cualquier parte del mundo. Hubo aquel que soñó con la libertad de los esclavos y aquella que soñó con la emancipación de las mujeres.
Hoy encender una luz, hablar por el móvil, moverse en un avión, un coche o un tren, ir por la vida con cierta libertad independientemente del color o del género es relativamente obvio. Tan previsible que rara vez nos paramos a pensar en sus inicios. Tan patente que resulta inimaginable existir sin ello.
Algún día alguien soñó y algo se hizo evidente. No al siguiente minuto, ni a la siguiente semana. Seguramente pasó mucho tiempo antes de materializarse el sueño que hoy es una realidad, pero se hizo. Y confiamos en que “alguien” siga inventando para tener una vida cada vez más cómoda.
Hay quienes permanecen en la espera, asustados de soñar. No sé si te ha pasado, pensar en algo que parecía posible y en segundos, sin siquiera permitir que la idea llegara entera a la consciencia, desestimarla por parecer imposible.
Soñar no cuesta nada, como dicen, y no duele o al menos no debería doler. Imaginar un objeto, una forma de vida diferente, un mundo mejor, es un primer paso para conseguirlo, por supuesto, cuando viene acompañado de acciones encaminadas a la realización.
Porque no basta con quedarse en el sofá imaginando el mundo mejor mientras se ve la televisión pasivamente, con quejarse de lo mal que van las cosas sin mover un dedo o con copiar y pegar todo lo que a uno le suena más o menos bien en internet.
Soñar es ampliar el presente y pintarlo con colores tan potentes, que resultan capaces de traspasar los muros de una limitada racionalidad.