
Hoy, 18 de diciembre, se conmemora en todo el mundo el Día de las Personas Migrantes.
Lejos de ser una celebración, para una gran cantidad de personas este día es simplemente uno más en la búsqueda de una mejor calidad de vida.
Quiero compartir un extracto de mi libro
«HABLAMOS DE PERSONAS. Fragmentos de una vida migratoria»
(págs. 134-138).
Es una forma de recordar que, cuando hablamos de inmigrantes,
hablamos de personas.
«Hoy día, las redes sociales están llenas de todo tipo de mensajes sesgados acerca de la inmigración, que se contagian por el mundo más rápido que la gripe con el compulsivo «clic» del que padecemos, compartiendo, copiando y pegando permanentemente informaciones sin contrastar. Habrá que reflexionar si el ego inflado por la fugaz atención conseguida cuando se propagan noticias falsas, compensa las nefastas consecuencias en las vidas de personas inmigrantes. Las excusas del tipo: «Ay, es que yo no sabía que era falsa», no cuentan como justificación, cuando tenemos al alcance un abanico de recursos para investigar.
En 2016, el diccionario de Oxford incluyó el neologismo post-truth, que se traduce en castellano como ‘posverdad’ y que ya hace parte de la RAE. Es cuando las emociones, los deseos y las creencias personales influyen más que los hechos y, a partir de las distorsiones de la realidad, se toman decisiones, se vota a los políticos, se comparten falsas noticias en las redes. Esto vale para cualquier tema que genere polémica en la actualidad social.
Realmente no es nada nueva, la posverdad. Ya otros pensadores, como Wilhelm Reich, hablaron de sus connotaciones en otros términos, épocas y contextos. Lo más preocupante, desde mi parecer, es que esta manera de informar y de concebir las ideas se haya convertido en lo habitual.
Volviendo a la inmigración, solo hará falta un poco de recelo personal hacia todo lo que conlleva, para que aparezca la noticia en Facebook, Instagram, TikTok o lo que sea, «informándonos» justo con las palabras necesarias para engordar nuestros ya creados argumentos. Lo que no todos conocen es que, muy seguramente, el que piensa lo contrario está recibiendo la noticia opuesta, a la vez. Y es que, cada vez más, la información viene cargada de sesgos, de campañas electorales, de abusos a nuestra privacidad, de dinero a nuestra costa. Da igual si la noticia responde a la realidad o no. Eso, hoy, es totalmente intrascendente.
En el mundo de la política partidista y, en consecuencia, en las decisiones tomadas por los ciudadanos de diferentes países en los últimos años, tenemos ejemplos de sobra. Respecto a la inmigración, la posverdad anda a sus anchas entre mentiras y verdades manipuladas en los espacios cotidianos, presenciales y virtuales.
Dicho en mejores palabras, me acojo a una cita textual del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, en el primer capítulo de su libro Los desacuerdos de paz:
[…] donde el poder está en juego, la mentira se hará presente. Tal vez sean más extrañas, aunque no más sorprendentes, las razones por las que los ciudadanos se abandonan a la mentira de sus líderes, o suspenden el buen juicio y rinden su credulidad cuando la mentira que esos líderes les cuentan satisface sus intereses o confirma sus prejuicios. Allí no estamos ya frente al mentiroso que conoce la verdad y dice lo que la oculta u ofusca, sino frente al destinatario que decide creer la declaración del mentiroso sin que le importe la posibilidad del engaño, pues la encuentra reconfortante o alentadora. Pero tampoco es eso exactamente lo que nos ha pasado en los últimos años; o es eso, sí, pero también es algo más: es su exacerbación, su hipertrofia. Lo que hemos dado en llamar posverdad no es aquella mentira política: es el fenómeno por el cual la distinción entre verdad y mentira ha dejado de importar para el ciudadano, y lo que moldea o define su percepción de la realidad no son ya los hechos verificables, sino sus emociones más profundas. En otras palabras, lo que determina su opinión del mundo –y, por lo tanto, sus decisiones políticas– no es lo que ocurrió, sino lo que el ciudadano quiere que ocurra o que haya ocurrido. ¿Cómo es eso posible?
Pues sí, es lamentablemente posible y lo vemos todos los días y a todas horas, contribuyendo además a la propagación del virus, sintiendo y transmitiendo como única verdad las narraciones que aparecen ante nuestros ojos. Así vamos repitiendo que los inmigrantes vienen a una cosa o a la otra, según la propia conveniencia. Así admitimos cada información que consumimos como si no tuviéramos el más mínimo poder de analizar, de pensar.
Y así es como nos quedamos cada vez más solos, poniendo las manos en el fuego por extraños —ellos sí— que propagan «verdades» alejadas de cualquier esencia humana. Así nos exiliamos de nuestros vínculos auténticos, aislándonos en virtuales realidades a las que pretendemos dotar de inteligencia. Así es como unos pocos, pero muy poderosos, han logrado polarizarnos, invadiendo nuestros espacios íntimos, crispando nuestras relaciones, hiriéndolas con vacuas discusiones entre asados y paellas, aguardientes y cervezas. Así es como experimentamos sentimientos de extrañeza en nuestras propias casas, porque no hace falta viajar desde tan lejos para sentirse desterrado.
Es urgente el diálogo sensato, el encuentro real, mirarnos a los ojos, tocarnos de verdad, compartir diferencias, abrir los horizontes. Porque esto no va de rígidas ideas, de malos o de buenos, de negros o de blancos, de ustedes o nosotros. Hablamos de guerras y de paz, de hambre y de salud, de muertes y de vidas.
Y sobre todo, hablamos de personas.