Esta fue la experiencia de una tarde, disfrutando del ambiente en la terraza de una bella ciudad Andaluza. Una señora de avanzada edad, abría y cerraba desde lejos un precioso mantel como si estuviera tocando un acordeón. Como experta vendedora ambulante, detectó mi atracción a metros de distancia así que, sin dudarlo, se acercó a mi con el convencimiento de quien sabe que su presa nunca saldría invicta, si de ella dependiera.
Con su hermoso acento y después de varios intentos (no muy convincentes por mi parte) de negarme a su oferta, y de los suyos (mucho más certeros) de conseguir la venta de la tarde, acabé comprándole el mantel a sabiendas de que su precio era algo más alto de lo que, seguramente, costaría en cualquier otro lugar.
¿Me engañó? ¿Me estafó? ¿Estaba más barato en Amazon? Lo tercero, seguro que sí, y eso que le regateé unos cuantos euros. Además, Amazon me hubiera dado la opción de devolverlo, en caso de que al final no me lo quisiera quedar, reembolsándome el dinero de inmediato o incluso regalándomelo, si la devolución no le fuera rentable al vendedor.
La señora no, como se entenderá, ella no tenía esa política de venta. Ella simplemente se veía contenta por haber vendido algo, o al menos un poco más. Como te habrás dado cuenta, no se lo puse demasiado difícil, lo cual no suele suceder.
¿Qué pensaría esta mujer? Posiblemente nada, pues para ella sería un evento más del día. O tal vez sí, pensó que algo le salió bien, que las horas andando de aquí para allá cargada de manteles no fueron tan terribles, que no tuvo que estirar de sí misma y de sus necesidades por un rato. O quizás se fue riendo en secreto por haber encontrado a una pobre inocente, yo, asumiendo que no sé cuánto cuestan las cosas, que no sé que existe Amazon.
De cualquier manera, para mi fue un momento especial. Volví al hotel y desplegué el mantel con la emoción de una niña estrenando juguete. Era tan hermoso al verlo, que nadie hubiera podido acertar al dar un precio acorde a su belleza. Imaginé a tanta gente que quiero ver en mi casa riendo y conversando, con un plato de comida y una copa de vino sobre esa tela blanca, decorada en sus bordes con flores de hilo de un color tan extraño que, según la luz del día o de la lámpara, va desde el blanco hasta un violeta tenue, más sutil que el de los campos de lavanda al principio de un verano.
Mi mantel no tiene precio. Su tela distará muchísimo de los 800 o 1000 hilos de algodón. Percal no es, seguro. Sin embargo, fuimos ella y yo infinitamente afortunadas en el momento en que nuestras miradas se cruzaron, a la distancia precisa para detectar nuestra presencia. ¿Me engañó? ¿Me estafó? ¡Por supuesto que no!. Nos regalamos una cómplice sonrisa y compartimos una transacción económica que al final significaba poco, cuando la necesidad y la felicidad se dieron la mano.
Deseo que aquella mujer se sienta tan libre como yo. En mi mesa estará siempre presente, a mis amigos y amigas llegará la energía de ese instante: la de ella, mujer cansada y a la vez contenta por la suerte de habernos encontrado y yo, abierta a su propuesta de aceptar algo que me encantaba y me hacía sonreír. Por algún motivo poco rentable pero igualmente valioso, este momento nos enriqueció a las dos.
Esto es lo que quería contarte hoy, sin conclusiones interesantes, sin análisis incluido, sin teorías acordes con la gravedad de los problemas actuales… una historia innecesaria, desde la brevedad del momento compartido con una mujer desconocida, a quien deseo lo mejor aunque ella, seguramente, nunca lo sabrá.